Llegaba
a la plaza bufando, ahorcándose,
arrastrándome
a pesar de sus cincuenta centímetros de altura.
Le
soltaba la cadena y salía disparando hacia el monumento central.
Saltaba
las plataformas más altas que ella como si nada
y
una vez encaramada en lo alto del monumento
comenzaba
a ladrar hacia todos lados.
Giraba
por todo el monumento haciendo valer su primacía
sobre
todos los perros y sobre toda la plaza.
Eran
ladridos estridentes, atávicos.
Eran
quejas por la falta de libertad,
por
la alienación ciudadana de mascotas y personas.
En
la plaza por un rato era la reina y todos la escuchaban.
Diego
Gallotti
1/7/18
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